domingo, 4 de marzo de 2012

Una nueva forma de ver el mundo







Si las teorías de Daniel Goleman sobre la inteligencia emocional, acuñadas en 1995  no son erráticas y en este entorno cambiante y dinamizado es más importante “lo que hacemos con lo que sabemos, que lo que en verdad sabemos”, quizás estemos en el preludio de una nueva era que las profecías Mayas no lograron correlacionar, pero que inevitablemente nos llevan al nacimiento de una etapa menos vinculada a la rigurosidad del método científico y más conectada con la capacidad de relacionarnos sin barreras, prejuicios o paradigmas.

No sólo se trata de entender cómo Bill Gates logró construir su emporio cuando apenas cursaba los primeros semestres de estudios en la Universidad de Harvard y descubrió el lenguaje Basic que posteriormente, en 1975, se constituyó en Microsoft. O cómo Sergey Brin y Larry Page, estudiantes de Stanford  lograron en 1995 crear un enrutador que rastreara el número de enlaces hacia las páginas web hasta finalmente dar vida a Googles. O por qué casualidad del destino ese mismo año,  Randy Conrads creó en la web la primera Social Network al colgar el site  classmates.com, para que la gente pudiera estar en contacto con antiguos compañeros de colegio, lo que desencadenó una avalancha de opciones que se materializaron en 2003 con la aparición de sitios online con nombres como Friendster, MySpace, Soflow o finalmente Facebook y el éxito prematuro de Mark Zuckerberg.

Comprender este entorno, parte del ejercicio de asimilar, por muy abrumador que parezca, que lo que conocemos como mundo y como sociedad está cambiando  y que en apenas una década  se puede constituir una nueva línea de pensamiento y acción, por lo que nosotros como padres a pasos agigantados debemos adaptarnos.

El primer paso entonces es aceptar que tal y como lo plantea Goleman en su  libro “Inteligencia Emocional” (1995),  existe una aptitud, que no puede ser medida a través de un test para ponderar el Coeficiente Intelectual de una persona (CI ó IQ, según el país en que se traduzca) y que radica en “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, motivarnos y manejar bien las emociones en nosotros mismos y en nuestras relaciones”. Y que esto incluye una serie de facultades que son:

  • Capacidad de percibir, valorar, y expresar emociones con precisión a partir del conocimiento de uno mismo, es decir, saber qué se siente en cada momento.
  • Capacidad de experimentar (o de generar a voluntad) determinados sentimientos en la medida que faciliten el entendimiento de uno mismo o de otra persona. Mejor conocida como Autorregulación.
  • Motivación, que no es otra cosa que utilizar nuestras preferencias más profundas para orientarnos y avanzar hacia los objetivos.
  • Empatía o capacidad de percibir lo que sienten los demás.
  • Y finalmente, las habilidades sociales o la capacidad para manejar bien las emociones en una relación e interpretar adecuadamente las situaciones.

Dicho esto, inevitablemente debemos preguntarnos ¿qué estamos haciendo nosotros por desarrollar la inteligencia emocional en nuestros hijos? Y sobre la base de nuestra respuesta dar una mirada valorativa al sistema de enseñanza oficial de nuestros pequeños.
Aunque por principios y convicción e intentado en mi hogar vincular distintas experiencias gerenciales exitosas con la enseñanza de mis hijos, debo admitir que de forma tardía puse mi mirada en su colegio o escuela, para valorar firmemente qué tanto compartíamos estos principios.

Tras ser formada bajo el paradigma de la “Excelencia Académica” las decisiones escolares sobre mis hijos siempre estuvieron regidas por la selección de una institución llena de buenos profesores, renombre y mucha exigencia académica, pues en mi “paradigma”  una buena calificación era sinónimo de éxito. Pero sin duda alguna esto contrastaba con mi realidad profesional y con la experiencia gerencial que había desarrollado.

Fue así  como un buen día comencé a cuestionar  la formación escolar de mis hijos y vi como mi quinceañera, mi primer experimento materno, y por su puesto su hermano, apenas un año menor,  habían cursado su escuela primaria y los dos primeros años de la escuela media en un colegio con el cual no compartía nada o casi nada.

Para mal o para bien descubrí que los sistemas escolares, sobre todo los latinoamericanos, se basan en algo que tengo a bien llamar “educación psicorígida” y que consiste en prestar muchísima atención al uso del uniforme, la colocación de la camisa por dentro, el cinturón negro o marrón, la imposición de normas no discutidas y la estandarización del alumnado. Es decir, todos iguales,  con igual comportamiento, aprendiendo lo mismo, recibiendo información para pensar lo mismo, es decir siendo arreados cuales borregos.

Y en ese instante me pregunté: ¿qué pasa con los talentos?, con la diversidad y la pluralidad no solo de pensamiento sino de personalidad. ¿Dónde queda la comunicación, la negociación y el aprendizaje de las destrezas que a futuro se traducirán en Inteligencia Emocional?

Unos cuantos meses de tortura me llevaron a tomar una difícil decisión. Era hora de cambiar a mis hijos de escuela y tras mucho llanto, negativas, incertidumbre y manipulación de mis pequeños y su entorno (Tus hijos no te hacen sentir culpable, pero tus padres, hermanos y esposo sí) opté por un colegio con un nombre poco rimbombante y pasé de ser representante de dos alumnos de una tradicional  “Unidad Educativa” para convertirme en la madre de dos estudiantes de una “Unidad de Apoyo Integral”. Y aunque como en todo proceso de cambio hemos tenido que realizar grandes aprendizajes, comienzo a sentir que la decisión no solo fue ajustada sino que ya está rindiendo sus frutos y me siento liberada al ver que conductualmente se está dando un viraje positivo en mis hijos que, pese a mantener sus excelentes calificaciones, han empezado a descubrir la importancia de generar buenos equipos de estudio, respetar a las personas no solo de diferentes religiones sino con diferentes corrientes de pensamiento y sobre todo a entender que así como a futuro necesitarán desarrollar su máximo potencial académico también deben aprender a manejar sus emociones para convertirlas en factores de impulso para su éxito personal.

Abrir la mente a este tipo de experiencias puede ser una tarea complicada para los padres, ya que a medida que los “chamos” van aprendiendo más y mejores formas de relacionarse se produce una combinación perfecta entre las fuentes cognitivas e intuitivas y comienzan a ser más persuasivos, lo que implica para nosotros un reto.

Formar a hombres y mujeres para el futuro en una era en que la información está a un click de distancia no es tarea fácil y si a eso le añadimos el acceso a técnicas y herramientas de desarrollo personal nos sumergimos en aguas profundas en las que podemos descubrir, tal y como escribió una amiga recientemente en mi facebook,  que la “repetición de las fórmulas que en nosotros aplicaron nuestros padres quedaron en la obsolescencia”.

O acaso ¿ustedes han podido quitarle los zapatos a alguno de sus hijos y lograr que permanezca sentado en un sofá durante una visita? O pelarle los ojos a su pequeño “terremoto” y que éste comprenda que está cometiendo una imprudencia sin que diga a plena voz: “mami, por Dios ¿qué te pasa?, deja de abrir esos ojotes pareces el lobo de la caperucita”.

Esos tiempos ya pasaron y si queremos no morir en el intento de sobrevivir a la era de acuario, los niños índigo, la estimulación precoz y el hi tech, no nos queda más remedio que comenzar a cambiar nuestros paradigmas. Obviamente, no hay manuales o fórmulas matemáticas que resuelvan la situación, yo espero la llegada salvadora de un paradigma insurgente, pero mientras eso ocurre, busco la oportunidad de generar un momento en el que pueda sentarme cómodamente sobre mi canapé, con un espumante café, a escuchar y compartir experiencias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario