viernes, 29 de septiembre de 2017

Lo que dejan las tragedias

Cuando la naturaleza decide mostrar que es la que manda, a la humanidad no le queda más que asumir que es simplemente una de las tantas especies del planeta. Una que afortunadamente tiene la capacidad de aprender, de adquirir conocimientos reutilizables para el futuro y de reconstruirse como civilización.
Archivo digital www.eltiempo.com.ve
Les voy a contar una historia que jamás había escrito, pero que en lo personal me enseñó a ver las tragedias naturales con otra mirada. Y es que, aunque a veces no podemos darle explicación a lo que ocurre, reconocer el aprendizaje oculto en cada experiencia dolorosa es vital para seguir viviendo.

En 1999, Venezuela hizo frente a uno de los desastres naturales más crueles de su historia -el Deslave de Vargas- hecho que fue incluido en el libro Guinness de récords como el alud de barro con  mayor número de víctimas mortales. Para ese entonces me estrenaba como periodista y tenía poco tiempo de haberme mudado al Oriente venezolano, con una familia en construcción, dos hijos pequeños y el ímpetu de una veiteañera llena de ganas de comerse el mundo con poca paciencia y poca experiencia en eso de aproximarse al lado humano de una tragedia natural.

Desde los primeros días de diciembre de ese año, los medios de comunicación comenzamos a seguir una noticia: una vaguada estacionaria causaba alarma en el norte del Mar Caribe.  El Oriente Venezolano estaba literalmente inundado y la zona se caracterizaba por la inoperancia de sus sistemas de drenaje y la lentitud en la actuación de los gobernantes. Era una situación de emergencia, con damnificados y personas que debían desalojar sus viviendas por la precariedad de las mismas. Pero lo que jamás nos imaginamos es que a unos cientos de kilómetros al oeste, en el icónico Estado Vargas, puerto principal de la nación,  "la montaña avanzaría hacia el mar" dejando a su paso un número no precisado de fallecidos, al menos 94 mil damnificados y más de 130 mil evacuados, según cifras oficiales.

La solidaridad de la población no se hizo esperar, de forma instantánea se improvisaron centros de acopio incluso en localidades remotas del país. Fuera de las fronteras hubo muchos gestos solidarios y aunque no se materializaron como debieron, por torpeza política, el apoyo fue innegable. Casi al unísono en el diario para el cual trabajaba decidimos sumarnos a la iniciativa y para ello convertimos un muy pequeño y nada cómodo estacionamiento en un centro de recolección de insumos.

Sabíamos que no estábamos en capacidad de repartir esos insumos, así que una inteligente jugada de nuestra directiva nos enlazó con las autoridades de Protección Civil, y todo lo recaudado se enviaba a esa dependencia. Con el paso de los días al Oriente venezolano llegó un contingente de damnificados del Estado Vargas, que se sumaron a los locales. Durante la emergencia se habilitaron galpones en una institución portuaria y allí se les ofreció refugio.

Sin embargo, la ayuda fue menguando y también el interés por la noticia. Las tragedias tienen un efecto de inmediatez  y siempre surge un nuevo tema, una nueva situación, un nuevo asunto que acapara la atención de la opinión pública y también la de los periodistas. Pero las reconstrucciones no son rápidas y tampoco son sencillas, a veces se nos olvida que cuando hay tanto por hacer se nos confunde el inicio. Y mientras los no afectados buscaban poco a poco retornan a la normalidad, las víctimas aprendían a vivir con el dolor de sus pérdidas y se adaptaban a su nueva condición de sobrevivientes, por la que pagaron un alto precio.

A cada damnificado que se trasladaba hasta la sede del diario en busca de ayuda le explicábamos exactamente lo mismo: lo recaudado se canalizaba a través de las autoridades gubernamentales de salvamento y por tanto su mejor opción era permanecer en los refugios.

Casi dos meses después de la tragedia, me encontraba en la redacción del diario cuando el vigilante me llamó por teléfono y me pidió que bajara a atender a unas personas. Ya me había acostumbrado a dar este tipo de atención. Llegaba algún damnificado que había viajado por cuenta propia a la zona para intentar comenzar de nuevo y casi siempre necesitaban información.  Pero en esta oportunidad era otra la historia. En las sillas de la entrada del periódico se encontraba un moreno alto, con la ropa desgastada junto a una mujer que tenía un niño en brazos. La mujer no dejaba de derramar lágrimas y el moreno tenía una pierna vendada que la verdad no se veía nada bien.

El hombre, cuya edad no superaba los 30 años, me pidió que lo escuchara, y al hacerlo me contó que había podido escapar del deslave en compañía de una familia de Vargas que poseía una lancha. Es decir, huyeron solos.

En la lancha llegaron ocho personas. La familia propietaria de la embarcación -integrada por cinco personas- se refugió en casa de unos familiares; El moreno, junto a su esposa y su bebé, se fue a uno de los galpones que servían de albergues en el puerto local. Lo habían perdido todo, pero habían logrado sobrevivir. Cuando quise interrumpir el relato del hombre para explicarle que no teníamos insumos para darle, las lágrimas de su esposa se multiplicaron y el muchacho me pidió que le regalara unos minutos más de mi tiempo. No sabía que hacer así que accedí,  y así descubrí que la noche en que la montaña arrastró su casa hasta el mar, él desatendió las señales de alerta.

En su relato, el muchacho me contó que cuando el río de agua, piedras y lodo comenzó a golpear la pared del patio de su casa  pensó en huir, sin embargo sus padres, con quienes vivía, se opusieron, argumentando que era muy de noche y que los nietos estaban dormidos. Solo dos horas más tarde la situación empeoró, el agua era incontenible y se llevó la primera pared de la vivienda y en cuestión de minutos todos estaban siendo arrastrados calle abajo.

Como pudo logró agarrar a su esposa, que abrazaba con fuerza a su pequeño hijo de unos pocos meses de nacido. Sin embargo su mamá, su papá y su niña de 6 años de edad desaparecieron en medio de la noche y la riada. En algún punto de la caída de agua encontró una estructura a la cual agarrarse, se sostuvo con fuerza y se incorporó. Vio que había más gente tratando de escapar e instintivamente intentó hacer lo mismo. Pero comenzó a perder las fuerzas y cuando estaba a punto de volver a ser arrastrado, junto a su esposa y su niño, unas manos lo sostuvieron, lo halaron con fuerza y lo despegaron del caudaloso río. ¿Un milagro? quizás, a veces toca creer sin tanta racionalidad.

El hombre, su esposa y sus niño se unieron a un grupo de sobrevivientes que durante tres o cuatro días recibieron refugio en un edificio. Cuando sintieron que se había reducido el peligro decidieron recorrer la zona en busca de personas atrapadas y ayudar como podían. De acuerdo a su relato todos incansablemente levantaban escombros y removían en lodo llamando a su pequeña hija, a su mamá y a su papá; también repetían los nombres de sus vecinos y conocidos en medio de lo que una vez fue su barrio.

Cuatro o cinco días más tarde decidieron caminar para salir del lugar y encontrar ayuda. La desesperación por no tener alimentos ni comida era muy grande y algunos se olvidaron de la solidaridad que los había ayudado a sobrevivir y desataron el caos. Fue así como llegaron a la marina local que, aunque estaba medio destruida, tenía algunas lanchas almacenadas en pajareras (estructuras de altura) que las mantuvieron a salvo. Allí conoció a la familia que tenía la lancha, pero no al capitán y decidieron aliarse para la huida.

La historia era sin dudas conmovedora, pero hasta ese punto yo no entendía qué era lo que aquel hombre necesitaba. A ratos pensaba que solo quería desahogarse y por eso lo dejé continuar. En un nuevo intento de mi parte por parar la conversación el hombre finalmente expresó lo que quería: "Licenciada, necesito que me ayude a regresar a Vargas. Aquí en el albergue encontramos a una vecina que me dice que mi niña está viva, ¡está viva! y la tiene una conocida que está en Vargas".

Estoy segura que mi cara fue un poema, porque el hombre rápidamente me tomó la mano y me miró fijamente mientras me decía que no estaba loco, que estaba muy seguro, pero que no tenía dinero para el pasaje de bus y que además necesitaba que alguien le comprara el boleto, porque tampoco tenía documentos de identidad, así que se había propuesto encontrar a alguien que lo ayudara.

Cuando logré liberar mi mano ya estaba emocionalmente comprometida con su historia, la objetividad la había lanzado a la papelera hacía rato y sólo pensaba en ayudarlo, así que subí a la redacción a buscar ideas, mientras mis compañeros me explicaban que quizás el hombre sufría de estrés post traumático, que las posibilidades de que encontrara a su hija luego de casi dos meses eran nulas o casi nulas, que era imposible comprarle el boleto de transporte terrestre sin papeles e incluso analizamos la posibilidad de que fuese un estafador. Sin embargo, en medio del brainstorming a una colega se le ocurrió una idea brillante y simple: contactar a la primera dama del estado, que era  mamá y periodista, para contarle la historia, ya que quizás con los datos de la niña las cuadrillas de Protección Civil que viajaban de forma constante al Estado Vargas podrían dar con su paradero.

La respuesta que obtuvimos fue maravillosa, una camioneta de Protección Civil se trasladó hasta la sede del diario para buscar al hombre y su familia. Cuando lo vi partir solo esperaba haber hecho lo correcto y sentía unas ganas incontrolables de abrazar a mis hijos. Durante algún tiempo pensaba en el relato con curiosidad. Pero jamás me atreví a escribirlo y tampoco le di seguimiento, quizás porque en mi mente el desenlace no era feliz y eso chocaba con lo que deseaba con el corazón.

Ocho o 10 meses meses después, una pauta me hizo trasladarme hasta el  Puerto de Guanta. El mismo que había servido de albergue a los damnificados de Vargas y en cuyas inmediaciones sería inaugurado un mercado pesquero. El evento la verdad no llamaba mi atención, sin embargo tocaba darle cobertura. El puerto estaba lleno de gente, el calor era agotador y nadie pensó en la prensa, así que estábamos bajo el sol esperando a un gobernador de esos que llega "elegantemente" una hora y media tarde. Tras los actos protocolares salí corriendo del lugar pero,  a pocos metros de mi carro, sentí que me silbaban y luego escuché que me gritaban con insistencia. "Licenciada párese, no corra, por favor". Así que me detuve a esperar a quien me gritaba y allí vi a un moreno alto y fuerte caminando hacia mí con gafas oscuras, chaleco reflectivo y casco. En una de sus manos llevaba un vaso de jugo de frutas y en la otra una bolsita marrón.

Cuando el hombre llegó a unos centímetros de mí, extendió sus brazos y me preguntó:
-¿usted comió? aquí le traje una empanada de cazón, una de pollo y un jugo para que se refresque- Supongo que una vez más mi lenguaje corporal me delató ya que el moreno entre risas me dijo: "licenciada quite la cara de susto que soy yo, el muchacho de Vargas".

Él y yo caminamos hasta mi carro y allí nos sentamos, en la sombra, a conversar. Me pidió que me comiera lo que me había entregado y así lo hice, mientras me moría por conocer qué había pasado con su pequeña hija, pero no encontraba las palabras para preguntarle. Por fortuna en lo que le di el primer mordisco a la empanada el moreno me miró y me dijo: ¿Y usted no me va a preguntar nada? pues bueno yo le voy a contar ¡Claro que encontré a mi niña! 

Pasamos al menos dos horas conversando, bueno en realidad el hablaba y yo sorpresivamente sólo lo escuchaba. Descubrí que este hombre se ganó la voluntad de los cuerpos de rescate y hasta de la primera dama del Estado, quien le consiguió trabajo en el puerto local.  Su historia, guardada en mi memoria con recelo, me permitió acercarme por primera vez a la fuerza de la esperanza y al deseo personal de hacer frente a la adversidad.

Este hombre fue mi primera gran historia, una no buscada y hasta ahora no contada que siempre me ha servido de palanca, pues cuando algo me golpeaba con fuerza recordaba sus acciones, recorría en mi mente su relato y nuestras conversaciones.

La tragedia de otro me enseñó que el instinto es importante. Que respirar es un regalo y que la vulnerabilidad no es un gesto de humildad sino una condición de humanidad. Que se necesita una gran fortaleza de espíritu para chocar de frente contra la adversidad y aún así no rendirse. Que siempre podemos transformarnos, repensarnos, hacernos más amables y agradecidos. Que los imponderables ocurren de la misma forma en que pasa la vida. Que ante esos hechos dar no es un gesto, sino una necesidad personal. Que frustrarnos no resuelve los problemas y que incluso en las situaciones más adversas organizarnos y actuar siempre es la mejor decisión.



sábado, 29 de abril de 2017

Cuando los demonios se juntan sólo el amor y la ternura pueden contenerlos

Quizás vamos avanzando a pasos agigantados. Quizás la tecnología ha invadido todos o casi todos los ámbitos de nuestra vida, pero lo cierto es que pareciera que la civilización avanza y la humanidad retrocede. Y mientras más nos acercamos a la comprensión de nuestro entorno,  menos nos enfocamos en trabajar en nosotros mismos.

La globalización y la hiperconectividad han llegado a su climax y la verdad  sorprende profundamente que lo que se vislumbraba como el mayor logro de la humanidad – la ruptura de las fronteras reales y mentales- esté cayendo en este torbellino de pasiones que lleva a la separación de países que construyeron uniones, a guerras sin precedentes con millones de refugiados y a dictaduras donde el cinismo y el personalismo se ocultan tras la complicidad de quienes reducen la democracia a una elección.

Me temo que mientras la conciencia colectiva se desdibuja  no nos queda más remedio que  darle la razón a quienes afirman que con la 4ta revolución industrial-  esa de la que tanto se habla- se acabó la seguridad del mundo estable, y ante la incertidumbre estamos dejando de pensar para sentir sin control desde los más profundo de nuestro sistema límbico.

Miedo, Rabia y Tristeza,  tres de las cinco emociones básicas a través de las cuales interpretamos el mundo están presentes y más alborotadas que nunca. Nos ufanamos de nuestros viajes espaciales, de nuestra capacidad  para descifrar el genoma humano,  pero aún no logramos dominar la cara oscura de nuestros demonios.

La emocionalidad desbordada de una sola persona es alarmante, la emocionalidad desbordada de un pequeño grupo es explosiva. Pero cuando son miles las personas movidas por estas emociones  las consecuencias son peligrosísimas. ¿O es que acaso Mussolini, Hitler y  Franco actuaron en solitario?
Hoy, como nunca antes, voy a hacer un llamado personal. Necesitamos reencontrarnos con el amor y la ternura en nuestro interior y por ello utilizaré respetuosamente la  letra de la canción venezolana de mayor difusión en el mundo.

“Cuando el amor llega así de esta manera
uno no se da ni cuenta
el carutal reverdece,
y guamachito florece
y la soga se revienta…

El potro da tiempo al tiempo
porque le sobra la edad,
caballo viejo no puede
perder la flor que le dan
porque después de esta vida
no hay otra oportunidad”.

Espero que su autor, Simón Díaz, desde el cielo respalde mi deseo de convertir su inmortal canción en una plegaria, que lleve a los corazones de quienes lean estas líneas la inspiración necesaria para entender  que “aunque después de esta vida no hay otra oportunidad” el mejor muro de contención para la rabia, la tristeza y el miedo son la ternura y el amor, dos sentimientos con una fuerza impresionante  que logran hacer reverdecer el carutal y reventar la soga.