Cada día con más fuerza los
padres nos vemos enfrentados al inmenso cúmulo de necesidades de nuestros
hijos. Debemos por obligación legal y moral vestirlos, alimentarlos,
educarlos, recrearlos, complacerlos, ayudarlos y divertirlos, darles su
espacio, dejarlos ser libres… en fin, pareciera que el precio a pagar por
traerlos al mundo es un listado interminable de tareas, todas muy bien
delimitadas, muy al estilo de un castigo, que en nada se parece a ese
acto de amor inmenso que nos llevó a decidir dejar de lado el YO para
convertirnos en NOSOTROS.
Si bien es cierto que soy fiel creyente
de la psicología positiva y perfectamente capaz de entender que nuestros
retoños aprenden por imitación o por antítesis, reniego con todas mis fuerzas
de las manipulaciones del entorno adolescente que, bajo el amparo de “mis
derechos”, “clama” o mejor dicho “reclama” una libertad
desdibujada en la que la reciprocidad de las acciones es inexistente y solo hay
una cara de la moneda.
Es injusto, cruel y por demás
desvergonzado, que un ser en formación, cuestione implacablemente hasta el más
mínimo detalle de la educación que sus padres intentan ofrecerle.
Bien dice Pilar Sordo que “ésta es la
única generación que tuvo
miedo a sus padres y ahora tiene miedo de sus hijos”. Y sí es cierto, tenemos los adolescentes
que criamos y por haber perdido las certezas estamos más interesados en ser
“los payasos del circo” que en ser los padres que debemos. Y lo peor es que nuestros hijos
son perfectamente capaces de reconocerlo y bajo
el amparo de la individualidad adolescente sacan el mayor de los provechos a
esa situación.
Debo admitir que cada vez que debo
decir que NO a uno de mis hijos me entra un susto en la boca del
estómago, me cuestiono una y mil veces, calibro y razono mi respuesta,
porque es inmensamente difícil negarle algo a los seres que tanto amamos, y ese
es nuestro mayor problema.
Es tan grande el amor que sentimos por
nuestros hijos, que la simple posibilidad de perderlos nos genera
miedo y por tanto - sin entrar en los pormenores de la inteligencia emocional-
nuestro sistema límbico nos presenta un conflicto. Sin embargo, decir un
NO a tiempo no causará traumas irreversibles en nuestros hijos, quienes aunque
obviamente no lo entenderán de inmediato, podrán ver a futuro los
beneficios de nuestra decisión.
Los padres no formamos hijos para que
sorteen el presente. Les ofrecemos herramientas para que puedan usarlas en el
futuro, cuando ellos tengan las condiciones físicas y psicológicas necesarias
para asumir las riendas de sus destinos y tomar sus propias decisiones.
Enseñarles a diferenciar entre el bien
y el mal, lo correcto y lo incorrecto de acuerdo a un sistema de valores
compartido es sin duda un predictivo de éxito, no de nuestra labor de padres,
sino de las posibilidades que ellos tendrán a futuro de contar con la
autoconciencia, autovaloración y autorregulación necesaria para lograr sus
objetivos.
Lamento profundamente que por negarme en ocasiones a ser “la payasa del circo”, no sea todo lo “cool” que mis hijos desean; Pero ese no es mi rol. Mi deber NO es proporcionarles
felicidad, es enseñarles a reconocerla; NO
seré mejor madre por permitirles que hagan lo que deseen o lo que deseen otros
adolescentes. Esto NO es
una competencia y NO espero ni premios ni reconocimientos, solo aspiro que
ellos puedan comprender que todo lo que necesitan está en su interior y que
desde allí podrán decidir ser felices, amar a plenitud y alcanzar sus sueños, cuando
llegue su momento.
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